Desde muy pequeño le gustaba jugar con su hermana mayor a las escondidas. El juego se basaba en que uno de ellos contaba hasta treinta en voz alta, mientras el otro se escondía en algún lugar de la casa. Al final del conteo, había que encontrar al escondido. María Clara ya tenía catorce años y lo que más le gustaba del juego no era solo escuchar las risas ahogadas de José Claudio mientras lo buscaba, sino también ver su cara cuando le daba un susto al encontrarlo. La adrenalina le recorría todo el cuerpo y explotaba en risas.
Además de ellos dos, había otros siete hermanos. Los otros eran muy mayores y pasaban el día en sus trabajos. Cuando llegaban a casa ya estaban cansados para jugar. Como María Clara estaba a cargo del aseo y el orden de la modesta casa tenía un fuerte lazo con el pequeño.
José Claudio sufrió mucho cuando tuvo que iniciar sus estudios en el colegio de curas del pueblo vecino. Eso le quitaba buena parte del día y ya no podría jugar tanto. Pero de a poco se fue enamorando de la carpintería, en las clases del Padre Rudolf, un alemán que había escapado de la guerra para venir a enseñar en el colegio. En realidad, el Padre Rudolf estaba un poco desquiciado por lo vivido a principios de la guerra y ya no le pegaba tanto a la matemática, por eso el director le había asignado un ramo más manual.
Antes de empezar la enseñanza media, José Claudio ya trabajaba en el taller de don Pepe y lo ayudaba en la confección de muebles. Casi todos encargados por las familias más adineradas del pueblo. Hasta de la capital venían clientes en busca de la calidad tan conocida de sus obras.
Un martes, don Pepe le dijo a José Claudio que fuera a tomar medidas en un laboratorio del Instituto de Ciegos, una escuela especializada. Le sonó chistoso que una escuela para ciegos tuviera un laboratorio, pero para allá partió. Al tocar el timbre lo vino a atender una señorita muy delgada:
—Hola, ¡buenos días! ¿En qué le puedo ayudar?
—Hola, vengo a tomar las medidas del mueble del labora- torio que le encargaron a don Pepe.
—Ah, qué bueno, pase por favor.
José Claudio, al traspasar la gruesa reja, se dio cuenta de que ya podía escuchar el bullicio de muchos niños como si estuvieran jugando. Eso aumentó su curiosidad por todo lo que podría existir en ese edificio tan viejo, al que nunca le había puesto atención, pese a que pasaba por allí varias veces en la semana.
—Por acá, por favor —dijo la joven doblando a la derecha hacia un largo pasillo.
—¿Cuántos estudiantes están matriculados actualmente en este colegio? —preguntó José Claudio, tratando de quebrar el hielo de aquella caminata silenciosa.
—Aún no somos un colegio, pero atendemos hoy a cincuenta y seis alumnos con escasa o ninguna visión. —Yo estudié aquí toda mi vida.
—¡Qué bien, la felicito!
—Sí, le tengo mucho cariño a los profesores que aún trabajan aquí, además que la escuela es muy linda. ¿No le parece linda nuestra escuela?
—Sí —tuvo que responder José Claudio, aunque para él no pasaba de un edificio sin color, ni por fuera ni por dentro.
—¿Cuántos años tiene usted?
— Dieciséis, y trabajo con don Pepe hace casi un año. —Su voz es muy bonita, me parece que eres un joven hermoso. José Claudio se puso rojo, primero por lo que le acaba de
decir la joven y luego porque se dio cuenta de que ella no podía ver que él se había puesto rojo. El pasillo nunca se terminaba.
—¿A qué se dedica usted aquí en la escuela?
—No me trates de usted, me llamo Flor. Soy secretaria, hablo tres idiomas y estoy a cargo de las labores administrativas de nuestra escuela.
—¿También reciben alumnos extranjeros aquí?
—No, pero me gusta gritarles en francés o en italiano a los alumnos más chicos cuando no me hacen caso y andan corriendo por los pasillos.
José Claudio pensó en preguntar si los alumnos no se choca- ban con las paredes y pilares del edificio mientras jugaban. De pronto, Flor dio un giro a la izquierda pasando por una gran puerta. Él la siguió.
—Bueno, ¿y qué tipo de mueble necesitan aquí?
—Uno bien bonito, que sirva para que los alumnos puedan realizar cualquier tipo de experimentos de química en sus clases.
—¿Cómo un mesón?
—Sí, que no sea tan angosto, más o menos así —y le abrió los brazos para señalar la posible medida a considerar.
—¿Y qué tipo de madera tienen pensada para el mesón?
—Hummm, podría ser roble, pero la verdad es que no queremos que sean ni tan oscuro ni tan claro.
Mientras empezaba a medir el espacio, José Claudio pudo ver por la ventana que afuera había una cancha de fútbol. Las preguntas se acumulaban en su cabeza con cada nueva cosa que veía en la escuela.
—¿La cancha que se ve afuera es para arrendar a los futboleros del pueblo?
—No, la usan los alumnos en la clase de Educación Física. Les encanta el fútbol, incluso a las niñas. Aunque también están los que prefieren los juegos de mesa.
—A mí me gusta el fútbol, pero soy muy malo jugando y prefiero verlos por televisión.
—Sí, no deja de ser emocionante. De la tele yo soy fan del programa de don Francisco. Lo encuentro muy chistoso.
En ese momento, José Claudio escuchó voces que venían desde la cancha e interrumpió por un momento su trabajo para volver a mirar hacia fuera. Qué sorpresa experimentó cuando vio entrar a la cancha a varias personas; uno de los jóvenes llevaba un balón bajo del brazo derecho.
Hacía sonidos con la huincha fingiendo que seguía tomando medidas, pero en realidad quería ver qué iban hacer los niños afuera. Todos estaban sentados en el pasto, mientras dos de ellos, de pie, los iban llamando por sus nombres, para componer los equipos. A cada nombre, un alumno se paraba y se ubicaba a un costado de la cancha.
Alguien hacía de árbitro. José Claudio creía que era el pro- fesor, quien lanzó el balón y un chico salió jugando. Era un fútbol muy raro, muchos niños corriendo en cualquier dirección, pero unos pocos perseguían el balón. En ese momento José Claudio se dio cuenta de que el balón llevaba un cascabel en su interior y por eso los niños lo podían seguir.
—¿Usted va a demorar mucho en esto de las medidas?
—No, estoy casi terminando —mintió José Claudio, quien seguía pegado mirando el partido.
—Ah, bueno, es que tengo que ir a firmar unos cheques para el pago de proveedores. Usted entenderá que fin de mes estiempo de pagar las cuentas.
José Claudio se sentía más confundido a cada minuto. Se preguntaba cómo podría ella firmar cheques si era ciega, pero no podía dejar de mirar el partido. Trató de concentrarse en lo que había venido hacer, mientras escuchaba a Flor que le seguía hablando del día a día de la escuela. Una vez terminada la toma de medidas, quiso irse apurado al taller. En el camino, empezó a mirar el cielo y a rezar a Santa Lucía, patrona de los ciegos, implorando que nunca permita que le pase algo a sus ojos.